Una casa amplia. Una casa austera. Otra en la que reina la sofisticación. La casa como un hogar, pero también como un espacio en el que se tejen las relaciones de poder. Durante siglos, el concepto de interior no ha sido ni por asomo el mismo para todos. Mientras que el hombre trabajaba y se movía en espacios públicos con total libertad, la mujer se convertía en “la guardiana del hogar, en la encargada de la subsistencia de los seres y del mantenimiento de las cosas”, tal y como explica la escritora Annie Ernaux en su novela ‘La mujer helada”. Y aunque en las últimas décadas la emancipación de la mujer del trinomio niños-casa-marido es ya una realidad, no todas las mujeres cuentan hoy en día con quinientas libras y una habitación propia para poder escribir libremente.
De hecho, cultivar la mirada personal en una casa ahogada por los gritos, los pañales o la olla a presión nunca es fácil. Como tampoco lo fue para las escritoras de principios del siglo XIX que, como Jane Austen, Charlote Brontë o Emily Brontë no contaban más que con una sala de estar, común a todos los miembros de la familia. Era el peso que había que soportar al ser de clase media y ver cómo tus novelas surgían mientras tu madre discutía con tu padre o tus hermanas corrían de aquí para allá.
Es cierto que de esos ambientes nacieron grades novelas como ‘Orgullo y prejuicio’ o ‘Cumbres borrascosas’, pero no es algo que pudiera alargarse en el tiempo. En 1929 Virginia Woolf ya planteó la idea de huir de esos espacios comunes para crear ‘Una habitación propia’ que, además de uno de los ensayos más sonados de las últimas décadas, es el vivo ejemplo de cómo el interior de las casas influye de lleno en la creatividad de las mujeres.
En ese sentido, la historia de la literatura está llena de referencias al papel de las mujeres dentro de las casas, a las tareas domésticas, al hastío que produce un matrimonio sumido en la rutina. Una rutina en la que él goza de libertad mientras ella limpia los fogones. Ernaux explica perfectamente esta idea del interior según el género y dice al respecto:
“El interior, el piso, él debía llevarlo dentro de sí como la estampa misma del refugio, no como un lugar que había que estar ordenando siempre. No vivíamos en el mismo piso a fin de cuentas”.
Una novela en la que la autora francesa cuenta brillantemente esta alteración de lo cotidiano, ese “empobrecimiento de las sensaciones” a través de su protagonista, una mujer que al casarse y tener hijos se convierte en una mujer helada. Y entonces dice adiós a la chica de antes, “a la que tenía la cabeza llena de proyectos”, debido a la dificultad de compaginar sus inquietudes literarias con la maternidad:
“Y de repente me doy cuenta de que quizá esté viviendo mis últimas semanas de joven sola, libre de ir y venir, de no comer hoy a mediodía, de estudiar en mi habitación sin que nadie me moleste. Voy a perder definitivamente la soledad. ¿Puede uno aislarse en un piso de alquiler compartido?”
Trabajar “sobre La Bruyère o Verlaine en la misma habitación que él, a dos metros de él, a dos metros uno de otro”, no es desde luego el mejor escenario para que germinen las ideas. Eso sí, si hay algo admirable en este texto, es la figura de una mujer que consigue “buscar la poesía en el rastro de la leche vomitada, en el pañal sucio”. Mañanas soleadas en casa, en un interior en el que, como escribe Florence Nightingale, citada por Virginia Woolf en ‘Una habitación propia’: “las mujeres nunca disponían de media hora que pudieran llamar suya”.
Y entonces dice adiós a la chica de antes, “a la que tenía la cabeza llena de proyectos”, debido a la dificultad de compaginar sus inquietudes literarias con la maternidad.
Después de ese “silencio de los interiores” que vive la protagonista de la novela de Annie Ernaux, nos encontramos con otros ejemplos de mujeres que hicieron todo lo posible para poder escribir. Aunque eso implicara hacerlo en casa vacías, casas en muchas ocasiones marcadas por la precariedad:
“Creo que le sorprendió la falta de espacio en el cuarto donde, en ese momento, yo vivía la totalidad de mi vida. Le asombraba que alguien pudiese tener lugar para ideas inteligentes cuando contaba con un hornillo de gas para cocinar, una cama para dormir y sentarse, una caja de naranjas vacía para guardar las provisiones y la vajilla, una mesita para comer y escribir… […]”
Como vemos, Fleur Talbot, la protagonista de la novela de Muriel Spark ‘La entrometida’, también tuvo que hacer peripecias para poder sobrevivir en el Londres machista y clasista de después de la Segunda Guerra Mundial. Aun así y, a pesar de las dificultades, contar con una pequeña mesa a modo de despacho le fue suficiente para escribir su primera novela.
Una voz femenina que nos recuerda a la literatura de Siri Hustvedt. La autora de ‘Recuerdos del futuro’ pone en primer plano a una joven de veintitrés años que, con una licenciatura en Filosofía y Literatura Inglesa en el Saint Magnus College y con cinco mil dólares en el banco, hace todo lo posible para que su novela salga adelante. Pero ¿en qué condiciones lo hacía? ¿Tenía una habitación burguesa y de ensueño?
En realidad, eso no sucede siempre. No de la manera qué creemos. A veces, tener una máquina de escribir Smith Corona, un juego de herramientas o una batería de cocina es suficiente para construir “un escritorio con tablones y una plancha de contrachapado”.
Al final, crear una habitación propia tiene mucho que ver con una misma, con el concepto de soledad, de un cuarto que reconforta o, por ejemplo, con las ventanas pintadas de Gloria Fuertes. La autora, desde bien pequeña, tuvo la necesidad de imaginar que, tras los muros de hormigón, siempre había una ventana. Y que las ventanas representaban la luz, pero también el deseo incontenible de quienes necesitan ver más allá del interior.
“Vivía en una casa con dos ventanas de verdad y las otras dos pintadas en la fachada. Aquellas ventanas pintadas fueron mi primer dolor. Palpaba las paredes del pasillo, intentando encontrar las ventanas por dentro. Toda mi infancia la pasé con el deseo de asomarme para ver lo que se veía desde aquellas ventanas que no existieron”, concluye la poeta.