Hay una máxima célebre de Honoré de Balzac que va como anillo al dedo para describir profesionalmente a la decoradora Victoria Melián: “La elegancia es la ciencia de no hacer nada igual que los demás, pareciendo que se hace todo de la misma manera que ellos”.
Quizá por eso no pocos de sus clientes acaben elevándola a la categoría de gurú estética y, mucho después de entregados sus proyectos, sigan llamándola para preguntarle su opinión sobre una pieza u obra que valoran comprar (y no digamos cómo colocarla). Ella nunca da lecciones –nada más alejado de su forma de ser, tan polite como natural–, pero con su casa, un piso en el madrileño barrio de Justicia que encontró “en un estado de deterioro bastante deplorable”, sí que ha dictado una lección maestra.
“El apartamento se tiró entero, salvo los muros de carga; se levantaron los techos al máximo y se buscó una distribución lo más diáfana posible. Se depuraron mucho las líneas, quitando carga de molduras y escayolas; se mantuvo donde fue posible el detalle de algún suelo de baldosín hidráulico original, pero en líneas generales se modernizó al máximo el aspecto de la vivienda”. Un proyecto integral en el que la línea maestra no era otra que “el contenedor no compitiera con el contenido”.
No en vano debía albergar los muebles, objetos y obras atesorados por la interiorista a lo largo de décadas: antigüedades encontradas en brocantés y mercados de las pulgas, piezas compradas en viajes, puntuales iconos del diseño del siglo xx y, muy especialmente, una colección de arte a la que se concede en la casa “más importancia que a la decoración”, y que va de Anish Kapoor a Fernando Zóbel, pasando por Antonio Saura, Joan Fontcuberta, Jean Pagliuso o el colectivo grafitero Boamistura. Casi nada.